domingo, 25 de octubre de 2009

Editorial del diario La Nación

Hay procesos en la vida colectiva que no se inauguran en un momento preciso. La sociedad los reconoce una vez que, sorprendida, advierte estar instalada en un estadio distinto del que no sabe cómo llegó. Con la irrupción de la violencia política en la Argentina está ocurriendo eso. No tuvo una fecha de bautismo. Sin embargo, en los últimos días, las noticias sobre personas o grupos que se manifiestan usando la agresión física se han multiplicado hasta crear entre nosotros una nueva y peligrosa atmósfera.
Algunos trabajadores de Kraft Foods tomaron de rehenes a directivos de la empresa y agredieron con facas y cortaplumas a otros empleados que no querían plegarse a su medida de fuerza. Mientras sucedían esos episodios en Pacheco, una agrupación denominada Movimiento de Desocupados tomaba en Tartagal, Salta, una planta de gas de la empresa Panamerican y quemaba dentro de ella dos automóviles.
Una semana más tarde se supo que el controvertido secretario de Comercio, Guillermo Moreno, amenazaba con "quebrarle la columna y hacerle saltar los ojos" a un grupo de representantes del Estado en Papel Prensa. La embajadora de los Estados Unidos, Vilma Martínez, fue vapuleada en la Facultad de Ciencias Médicas de Mendoza, adonde había ido a dar una conferencia. En Mar del Plata, integrantes de cooperativas de piqueteros tomaron el Concejo Deliberante, hirieron a varias personas y destrozaron las instalaciones. Repitieron, en pequeña escala, lo que sucedió en el Consejo Profesional de Ciencias Económicas de Jujuy, donde otros piqueteros, militantes del movimiento Tupac Amaru, agredieron al presidente de la Unión Cívica Radical, Gerardo Morales; al presidente de la Auditoría General de la Nación, Leandro Despouy, y al ex diputado Alejandro Nieva.
Los hechos de Jujuy sirvieron, además, para que la opinión pública despertara a la existencia de una agrupación que, como la Tupac Amaru, va más allá del simple activismo social para convertirse en un aparato de poder y recursos que ha excedido los controles del Estado. Morales y la presidenta de la Coalición Cívica, Elisa Carrió, denunciaron que esa red, liderada por la señora Milagro Sala, podría haberse transformado ya en una organización armada. Tupac Amaru está financiada desde el Estado. Sala recibió la adhesión activa del piquetero kirchnerista Luis D´Elía.
Las personas que se organizan para llevar adelante hechos como los que se multiplican en estos días no es gente que, de pronto, enfureció. Se trata de militantes políticos que conciben el progreso social como el resultado del conflicto. La violencia no es, en su caso, el resultado de una emoción momentánea. Es un método. La izquierda ha tenido en el mundo una interesante evolución durante los últimos 30 años que llevó a revisar la noción de revolución y la estrategia de la lucha armada. Pero los grupos que alimentan hoy con su agresividad las noticias de los medios no han conocido ese desarrollo.
Hay otro motivo que no justifica pero sí explica la difusión de la violencia. Es la política social del Gobierno. El kirchnerismo ha exagerado una propensión habitual de la dirigencia política argentina: la de luchar contra la pobreza con los recursos del presupuesto estatal, sin considerar una estrategia de desarrollo sostenido de la economía.
La Argentina exhibe una tasa de inversión bajísima que está afectada por un proceso recesivo. Los recursos del Estado son insuficientes para satisfacer las necesidades básicas de los más desamparados. Las estadísticas más prudentes indican que hay alrededor de un 30 por ciento de pobres en nuestro país. El presupuesto 2010 prevé recursos que no alcanzan para las 100.000 prestaciones. La economía nacional generó, en los últimos dos años, 350.000 nuevos pobres. La desproporción obliga a pensar en otras estrategias.
La escasez de recursos se vuelve más riesgosa cuando lo que hay se reparte con criterios facciosos. Si los planes asistenciales llegan primero -o sólo llegan- a quienes prestan su adhesión al oficialismo, las tensiones serán crecientes. Es la razón por la cual desde la Iglesia Católica y desde la oposición política se les está recomendando a los funcionarios universalizar los programas destinados al combate de la pobreza. Se le pide, de modo muy sencillo, que renuncie a utilizar a los sumergidos como un insumo electoral.
El Gobierno alimenta también las tensiones con su modalidad discursiva. Los máximos titulares del poder se presentan como los líderes de una facción en lucha permanente. La retórica oficial cobija demasiada agresividad y puede estar desatando fuerzas que después serán muy difíciles de controlar. Y, para colmo, mientras se sucedían las acciones de fuerza de los grupos de ultraizquierda, la opinión pública descubrió que también los líderes más moderados -Carlos Reutemann, Francisco de Narváeze_SEnD se habían convertido en presa de la exaltación verbal.
De pronto, en distintos sectores de la esfera pública, y encarnada con distinta intensidad en actores diversos, apareció la violencia. Muchos la esperaban con la escenografía dramática de un estallido. Pero llegó de otro modo: como el resultado de un sigiloso deslizamiento. Es una dinámica acaso más riesgosa, porque puede lograr que reaccionemos cuando ya sea tarde

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